CARTA ENCÍCLICA
MISERENTISSIMUS REDEMPTOR
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE LA EXPIACIÓN QUE TODOS DEBEN
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
MISERENTISSIMUS REDEMPTOR
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE LA EXPIACIÓN QUE TODOS DEBEN
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
INTRODUCCIÓN
Aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque
1. Nuestro Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar la
salvación del linaje humano en el madero de la Cruz y antes de su ascensión al
Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y discípulos, acongojados de su
partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo»(Mt 28,20). Voz dulcísima, prenda de toda
esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la memoria
fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la universal
familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y aun la Iglesia,
de tantas impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas oprimida.
Esta divina promesa, así como en un principio levantó los ánimos
abatidos de los apóstoles, y levantados los encendió e inflamó para esparcir la
semilla de la doctrina evangélica en todo el mundo, así después alentó a la
Iglesia a la victoria sobre las puertas del infierno. Ciertamente en todo
tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor Jesucristo; pero lo estuvo
con especial auxilio y protección cuantas veces se vio cercada de más graves
peligros y molestias, para suministrarle los remedios convenientes a la
condición de los tiempos y las cosas, con aquella divina Sabiduría que «toca de
extremo a extremo con fortaleza y todo lo dispone con suavidad» (Sab
8,1). Pero «no se encogió la mano del Señor» (Is 59,1) en los tiempos
más cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió ampliamente aquel
error del cual era de temer que en cierto modo secara las fuentes de la vida
cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del trato con Dios.
Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros
desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita
María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en
provecho de ellos, plácenos, venerables hermanos, deciros algo acerca de la
honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de
Jesús; con el designio de que lo que os comuniquemos cada uno de vosotros lo
enseñe a su grey y la excite a practicarlo.
2. Entre todos los testimonios de la infinita benignidad de nuestro
Redentor resplandece singularmente el hecho de que, cuando la caridad de los
fieles se entibiaba, la caridad de Dios se presentaba para ser honrada con
culto especial, y los tesoros de su bondad se descubrieron por aquella forma de
devoción con que damos culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, «en quien están
escondidos todos los tesoros de su sabiduría y de su ciencia» (Col 2,
3).
Pues, así como en otro tiempo quiso Dios que a los ojos del humano
linaje que salía del arca de Noé resplandeciera como signo de pacto de amistad
«el arco que aparece en las nubes» (Gén 2, 14), así en los
turbulentísimos tiempos de la moderna edad, serpeando la herejía jansenista, la
más astuta de todas, enemiga del amor de Dios y de la piedad, que predicaba que
no tanto ha de amarse a Dios como padre cuanto temérsele como implacable juez,
el benignísimo Jesús mostró su corazón como bandera de paz y caridad desplegada
sobre las gentes, asegurando cierta la victoria en el combate. A este
propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica Annum
Sacrum, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús,
no vaciló en escribir: «Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen,
sufría la opresión del yugo de los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a
un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria
lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y
divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús con la Cruz superpuesta,
resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En El han de colocarse
todas las esperanzas; en El han de buscar y esperar la salvación de los
hombres».
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús
3. Y con razón, venerables hermanos; pues en este faustísimo signo y en
esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de
toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más
expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro,
y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia? Nadie
extrañe, pues, que nuestros predecesores incesantemente vindicaran esta
probadísima devoción de las recriminaciones de los calumniadores y que la
ensalzaran con sumos elogios y solícitamente la fomentaran, conforme a las
circunstancias.
Así, con la gracia de Dios, la devoción de los fieles al Sacratísimo
Corazón de Jesús ha ido de día en día creciendo; de aquí aquellas piadosas
asociaciones, que por todas partes se multiplican, para promover el culto al
Corazón divino; de aquí la costumbre, hoy ya extendida por todas partes, de
comulgar el primer viernes de cada mes, conforme al deseo de Cristo Jesús.
La consagración
4. Mas, entre todo cuanto propiamente atañe al culto del Sacratísimo
Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al
Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como
recibidas de la eterna bondad de Dios. Después que nuestro Salvador, movido más
que por su propio derecho, por su inmensa caridad para nosotros, enseñó a la
inocentísima discípula de su Corazón, Santa Margarita María, cuánto deseaba que
los hombres le rindiesen este tributo de devoción, ella fue, con su maestro
espiritual, el P. Claudio de la Colombiére, la primera en rendirlo. Siguieron,
andando el tiempo, los individuos particulares, después las familias privadas y
las asociaciones y, finalmente, los magistrados, las ciudades y los reinos.
Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones
de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a
declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares
contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que
gritaban: «No queremos que reine sobre nosotros» (Lc 19,14), por
esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús
prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar
sus derechos: «Es necesario que Cristo reine (1 Cor 15,25). Venga su
reino». De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por
nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran (Ef
1,10), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro
predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano.
Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra
encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas
y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y
perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de
Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano.
Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo
sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno
de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en
que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación
suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta
fiesta se renovase todos los años aquella consagración para conseguir más
cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el
vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de
Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan.
LA EXPIACIÓN O REPARACIÓN
5. A estos deberes, especialmente a la consagración, tan fructífera y
confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario es añadir otro deber, del que
un poco más por extenso queremos, venerables hermanos, hablaros en las
presentes letras; nos referimos al deber de tributar al Sacratísimo Corazón de
Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación.
Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador
responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de
compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue
desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos
vulgarmente reparación.
Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más
apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y
expiar: de, justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por
nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en
cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra
pobreza, ofrecerle algún consuelo.
Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de
limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y
damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su
absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino
que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por
nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias». A la consagración,
pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como
dice el Angélico, son propias de la consagración[1], ha de añadirse la expiación
con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina
justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda,
siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable.
Este deber de expiación a todo el género humano incumbe, pues,
como sabemos por la fe cristiana, después de la caída miserable de Adán el
género humano, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las
concupiscencias y míseramente depravado, había merecido ser arrojado a la ruina
sempiterna. Soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error
de Pelagio, esto niegan blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza
humana, que por sus propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada
vez más altas; pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos
advierte que «éramos por naturaleza hijos de ira» (Ef 2,3).
En efecto, ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron
el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo guiados por
cierto natural sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun públicos, para
aplacar su justicia.
Expiación de Cristo
6. Pero ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de
los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para
repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del
sagrado Salmista: «Hostia y oblación no quisiste; mas me apropiaste cuerpo.
Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí» (Heb
10,5.7)). Y «ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros
dolores; herido fue por nuestras iniquidades»(Is 53, 4-5); y «llevó
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pe 2,24); «borrando la
cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole
en la cruz» (Col 2,14), «para que, muertos al pecado, vivamos a la
justicia» (1 Pe 2,24).
Expiación nuestra, sacerdotes en Cristo
7. Mas, aunque la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente
«perdonó nuestros pecados» (Col 2,13); pero, por aquella admirable
disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra
carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (Col
1,24), aun a las oraciones y satisfacciones «que Cristo ofreció a Dios en
nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir también las nuestras.
8. Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación
pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento
se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la
misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio
de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el
modo de ofrecerse»[2]; por lo cual debe unirse
con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de
los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias vivas, santas,
agradables a Dios»(Rom 12,1). Así, no duda afirmar San Cipriano «que el
sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no
corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio»[3].
Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la
mortificación de Jesús»(2 Cor 4,10), y con Cristo sepultados y
plantados, no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus
vicios y concupiscencias (cf Gál 5,24), «huyendo de lo que en el mundo
es corrupción de concupiscencia»(2 Pe 1,4), sino que «en nuestros
cuerpos se manifieste la vida de Jesús» (2 Cor 4,10), y, hechos
partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los
pecados» (Heb 5,1).
Ni solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y
de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor
Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente
hasta el ocaso en todo lugar (Mal 1-2), sino que toda la grey cristiana,
llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles «linaje escogido, real
sacerdocio» (1 Pe 2,9), debe ofrecer por sí y por todo el género
humano sacrificios por los pecados, casi de la propia manera que todo sacerdote
y pontífice «tomado entre los hombres, a favor de los hombres es constituido en
lo que toca a Dios» (Heb 5,1).
Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra
oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras
concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de
que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de
expiación para nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación
maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y
los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los
santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los
pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza;
«del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según
la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose
en amor» (Ef 4,15-16). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los
hombres, Jesucristo próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos y tú
en mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,23).
Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo,
así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona
participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los
hermanos. Tal fue, ciertamente, el designio del misericordioso Jesús cuando
quiso descubrirnos su Corazón con los emblemas de su pasión y echando de sí
llamas de caridad: que mirando de una parte la malicia infinita del pecado, y,
admirando de otra la infinita caridad del Redentor, más vehementemente
detestásemos el pecado y más ardientemente correspondiésemos a su caridad.
Comunión Reparadora y Hora Santa
9. Y ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la
primacía y la parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay
nada más conforme con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta
devoción, como la historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de
los Santos Pontífices confirman.
Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la
infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias
como recibe de los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las
almas piadosas de manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que
tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en
pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de
aquellos que están obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y
otras culpas recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo
de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces
durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad
que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores
espirituales.
Consolar a Cristo
10. Mas ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que
dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín:
«Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo»[4].
Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a
Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros los
hombres y por nuestra salvación», tristeza, angustias, oprobios, «quebrantado
por nuestras culpas»(Is 53,5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo
cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven
que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de
que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte,
con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado
renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del Apóstol: «Nuevamente
crucifican al Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (Is 5). Que si a
causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo
Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de
nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc
22,43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y
angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo,
incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por
este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada
liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los
labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien
compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé»
(Sal 68,21).
La pasión de Cristo en su Cuerpo, la Iglesia
11. Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto
modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pues
sirviéndonos de otras palabras de San Agustín[5]: «Cristo padeció cuanto
debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión,
pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo».
Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, «que
respiraba amenazas y muerte contra los discípulos»(Hech 91,1), le dijo:
«Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hech 5); significando claramente
que en las persecuciones contra la Iglesia es a la Cabeza divina de la Iglesia
a quien se veja e impugna. Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su
Cuerpo místico padece, desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide
con El nuestra propia necesidad; porque siendo como somos «cuerpo de Cristo, y
cada uno por su parte miembro» (1 Cor 12,27), necesario es que lo que
padezca la cabeza lo padezcan con ella los miembros (Ibíd.).
Necesidad actual de expiación por tantos pecados
12. Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta
expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo,
como dijimos, «en poder del malo» (1 Jn 5,19). De todas partes sube a
Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y
confabularon a una contra el Señor y su Iglesia (2 Pe 2,2). Por esas
regiones vemos atropellados todos los derechos divinos y humanos; derribados y
destruidos los templos, los religiosos y religiosas expulsados de sus casas,
afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles y hambre; multitudes de niños y
niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e inducidos a renegar y blasfemar
de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de la lujuria; todo el pueblo
cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en el trance de apostatar de
la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual es tan triste que por estos
acontecimientos parecen manifestarse «los principios de aquellos dolores» que
habían de preceder «al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se
llama Dios o que se adora» (2 Tes 2,4).
Y aún es más triste, venerables hermanos, que entre los mismos fieles,
lavados en el bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y enriquecidos con
la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble
ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida
llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la
fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada
por el calor de la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en
las tinieblas y en la sombra de la muerte. Cunde además entre los fieles la
incuria de la eclesiástica disciplina y de aquellas antiguas instituciones en
que toda la vida cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y
se defiende la santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada
con muelles halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la
facultad de educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor
cristiano en la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicia
desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular;
la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la
palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina.
Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que,
durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente
desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los satélites de
Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o
temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Y
así aun involuntariamente se ofrece la idea de que se acercan los tiempos
vaticinados por nuestro Señor: «Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la
caridad de muchos» (Mt 24,12).
El ansia ardiente de expiar
13. Cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de
sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus
culpas y las de los demás; de reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud
eterna de las almas. Las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito,
sobreabundó la gracia» (Rom 5,20), de alguna manera se acomodan también
para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los hombres
sobremanera crece, maravillosamente crece también, inspirando el Espíritu
Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto ánimo
procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le hacen, y
aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas.
Quien con amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del corazón lo
grabe, no podrá menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado como de sumo
mal; se entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido
honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente
las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en
fin, ordenando a la expiación toda su vida.
Aquí tienen su origen muchas familias religiosas de varones y mujeres
que, con celo ferviente y como ambicioso de servir, se proponen hacer día y
noche las veces del Ángel que consoló a Jesús en el Huerto; de aquí las
piadosas asociaciones asimismo aprobadas por la Sede Apostólica y enriquecidas
con indulgencias, que hacen suyo también este oficio de la expiación con
ejercicios convenientes de piedad y de virtudes; de aquí finalmente los
frecuentes y solemnes actos de desagravio encaminados a reparar el honor
divino, no sólo por los fieles particulares, sino también por las parroquias,
las diócesis y ciudades.
LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE
JESÚS
Causa de muchos bienes
14. Pues bien: venerables hermanos, así como la devoción de la
consagración, en sus comienzos humilde, extendida después, empieza a tener su
deseado esplendor con nuestra confirmación, así la devoción de la expiación o
reparación, desde un principio santamente introducida y santamente propagada.
Nos deseamos mucho que, más firmemente sancionada por nuestra autoridad
apostólica, más solemnemente se practique por todo el universo católico. A este
fin disponemos y mandamos que cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de
Jesús —fiesta que con esta ocasión ordenamos se eleve al grado litúrgico de
doble de primera clase con octava— en todos los templos del mundo se rece
solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo Corazón de Jesús, cuya
oración ponemos al pie de esta carta para que se reparen nuestras culpas y se
resarzan los derechos violados de Cristo, Sumo Rey y amantísimo Señor.
No es de dudar, venerables hermanos, sino que de esta devoción
santamente establecida y mandada a toda la Iglesia, muchos y preclaros bienes
sobrevendrán no sólo a los individuos, sino a la sociedad sagrada, a la civil y
a la doméstica, ya que nuestro mismo Redentor prometió a Santa Margarita María
«que todos aquellos que con esta devoción honraran su Corazón, serían colmados
con gracias celestiales».
Los pecadores, ciertamente, «viendo al que traspasaron» (Jn
19,37), y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose
de las injurias inferidas al Sumo Rey, «volverán a su corazón» (Is
46,8); no sea que obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando vieren a Aquel
a quien hirieron «venir en las nubes del cielo» (Mt 26,64), tarde y en
vano lloren sobre El (cf. Ap 1,7).
Los justos más y más se justificarán y se santificarán, y con nuevas
fervores se entregarán al servicio de su Rey, a quien miran tan menospreciado y
combatido y con tantas contumelias ultrajado; pero especialmente se sentirán
enardecidos para trabajar por la salvación de las almas, penetrados de aquella
queja de la divina Víctima: «¿Qué utilidad en mi sangre?» (Sal 19,10); y
de aquel gozo que recibirá el Corazón sacratísimo de Jesús «por un solo pecador
que hiciere penitencia» (Lc 15,4).
Especialmente anhelamos y esperamos que aquella justicia de Dios, que
por diez justos movido a misericordia perdonó a los de Sodoma, mucho más
perdonará a todos los hombres, suplicantemente invocada y felizmente aplacada
por toda la comunidad de los fieles unidos con Cristo, su Mediador y Cabeza.
La Virgen Reparadora
15. Plazcan, finalmente, a la benignísima Virgen Madre de Dios nuestros
deseos y esfuerzos; que cuando nos dio al Redentor, cuando lo alimentaba,
cuando al pie de la cruz lo ofreció como hostia, por su unión misteriosa con
Cristo y singular privilegio de su gracia fue, como se la llama piadosamente,
reparadora. Nos, confiados en su intercesión con Cristo, que siendo el «único
Mediador entre Dios y los hombres»(Tim 2,3), quiso asociarse a su Madre
como abogada de los pecadores, dispensadora de la gracia y mediadora,
amantísimamente os damos como prenda de los dones celestiales de nuestra
paternal benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y a toda la grey
confiada a vuestro cuidado, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, día 8 de mayo de 1928, séptimo de
nuestro pontificado.
PÍO XI
ORACIÓN
EXPIATORIA
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Dulcísimo Jesús, cuya caridad derramada sobre los hombres se paga tan
ingratamente con el olvido, el desdén y el desprecio, míranos aquí postrados
ante tu altar. Queremos reparar con especiales manifestaciones de honor tan
indigna frialdad y las injurias con las que en todas partes es herido por los
hombres tu amoroso Corazón.
Recordando, sin embargo, que también nosotros nos hemos manchado tantas
veces con el mal, y sintiendo ahora vivísimo dolor, imploramos ante todo tu
misericordia para nosotros, dispuestos a reparar con voluntaria expiación no
sólo los pecados que cometimos nosotros mismos, sino también los de aquellos
que, perdidos y alejados del camino de la salud, rehúsan seguirte como pastor y
guía, obstinándose en su infidelidad, y han sacudido el yugo suavísimo de tu
ley, pisoteando las promesas del bautismo.
A1 mismo tiempo que queremos expiar todo el cúmulo de tan deplorables
crímenes, nos proponemos reparar cada uno de ellos en particular: la inmodestia
y las torpezas de la vida y del vestido, las insidias que la corrupción tiende
a las almas inocentes, la profanación de los días festivos, las miserables
injurias dirigidas contra ti y contra tus santos, los insultos lanzados contra
tu Vicario y el orden sacerdotal, las negligencias y los horribles sacrilegios
con que se profana el mismo Sacramento del amor divino y, en fin, las culpas
públicas de las naciones que menosprecian los derechos y el magisterio de la
Iglesia por ti fundada.
¡Ojalá que podamos nosotros lavar con nuestra sangre estos crímenes!
Entre tanto, como reparación del honor divino conculcado, te presentamos,
acompañándola con las expiaciones de tu Madre la Virgen, de todos los santos y
de los fieles piadosos, aquella satisfacción que tú mismo ofrecisté un día en
la cruz al Padre, y que renuevas todos los días en los altares. Te prometemos
con todo el corazón compensar en cuanto esté de nuestra parte, y con el auxilio
de tu gracia, los pecados cometidos por nosotros y por los demás: la
indiferencia a tan grande amor con la firmeza de la fe, la inocencia de la
vida, la observancia perfecta de la ley evangélica, especialmente de la
caridad, e impedir además con todas nuestras fuerzas las injurias contra ti, y
atraer a cuantos podamos a tu seguimiento. Acepta, te rogamos, benignísimo
Jesús, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María Reparadora, el
voluntario ofrecimiento de expiación; y con el gran don de la perseverancia,
consérvanos fidelísimos hasta la muerte en el culto y servicio a ti, para que
lleguemos todos un día a la patria donde tú con el Padre y con el Espíritu Santo
vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Notas
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