CARTA ENCÍCLICA
DILECTISSIMA NOBIS
DEL SANTÍSIMO SEÑOR NUESTRO
PÍO
POR DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XI
A LOS OBISPOS, AL CLERO
Y A TODO EL PUEBLO DE ESPAÑA
SOBRE LA INJUSTA SITUACIÓN CREADA A LA IGLESIA CATÓLICA EN ESPAÑA
DILECTISSIMA NOBIS
DEL SANTÍSIMO SEÑOR NUESTRO
PÍO
POR DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XI
A LOS OBISPOS, AL CLERO
Y A TODO EL PUEBLO DE ESPAÑA
SOBRE LA INJUSTA SITUACIÓN CREADA A LA IGLESIA CATÓLICA EN ESPAÑA
A NUESTROS AMADOS HIJOS
CARDENAL FRANCISCO VIDAL Y BARRAQUER
ARZOBISPO DE TARRAGONA
CARDENAL EUSTAQUIO ILUNDÁIN Y ESTEBAN
ARZOBISPO DE SEVILLA
Y A LOS OTROS VENERABLES HERMANOS
ARZOBISPOS Y OBISPOS
Y A TODO EL CLERO Y PUEBLO DE ESPAÑA
CARDENAL FRANCISCO VIDAL Y BARRAQUER
ARZOBISPO DE TARRAGONA
CARDENAL EUSTAQUIO ILUNDÁIN Y ESTEBAN
ARZOBISPO DE SEVILLA
Y A LOS OTROS VENERABLES HERMANOS
ARZOBISPOS Y OBISPOS
Y A TODO EL CLERO Y PUEBLO DE ESPAÑA
PÍO PP. XI
VENERABLES HERMANOS Y AMADOS HIJOS
SALUD Y APOSTÓLICA BENDICIÓN
SALUD Y APOSTÓLICA BENDICIÓN
Siempre Nos fue sumamente cara la noble Nación Española por sus insignes
méritos para con la fe católica y la civilización cristiana, por la tradicional
y ardentísima devoción a esta Santa Sede Apostólica y por sus grandes
instituciones y obras de apostolado, pues ha sido madre fecunda de Santos, de
Misioneros y de Fundadores de ínclitas Ordenes Religiosas, gloria y sostén de
la Iglesia de Dios.
Y precisamente porque la gloria de España está tan íntimamente unida con
la religión católica, Nos sentirnos doblemente apenados al presenciar las
deplorables tentativas, que, de un tiempo a esta parte, se están reiterando
para arrancar a esta Nación a Nos tan querida, con la fe tradicional, los más
bellos títulos de nacional grandeza. No hemos dejado de hacer presente con
frecuencia a los actuales gobernantes de España —según Nos dictaba Nuestro
paternal corazón— cuán falso era el camino que seguían, y de recordarles que no
es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos, como
se consigue aquella concordia de los espíritus, que es indispensable para la prosperidad
de una Nación. Lo hemos hecho por medio de Nuestro Representante, cada vez que
amenazaba el peligro de alguna nueva ley o medida lesiva de los sacrosantos
derechos de Dios y de las almas. Ni hemos dejado de hacer llegar, aun
públicamente, nuestra palabra paternal a los queridos hijos del clero y pueblo
de España, para que supiesen que Nuestro Corazón estaba más cerca de ellos, en
los momentos del dolor. Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra
voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Confesiones y
Congregaciones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa,
no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios
de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español.
Ni se crea que Nuestra palabra esté inspirada en sentimientos de
aversión contra la nueva forma de gobierno o contra otras innovaciones,
puramente políticas, que recientemente han tenido lugar en España. Pues todos
saben que la Iglesia Católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una
forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de
Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las
diversas instituciones civiles sean monárquicas, o republicanas, aristocráticas
o democráticas.
Prueba manifiesta de ello son, para. no citar sino hechos recientes, los
numerosos Concordatos y Acuerdos, estipulados en estos últimos años, y las
relaciones diplomáticas, que la Santa Sede ha entablado con diversos Estados,
en los cuales, después de la última gran guerra, a gobiernos monárquicos han
sustituido gobiernos republicanos.
Ni estas nuevas Repúblicas han tenido jamás que sufrir en sus
instituciones, ni en sus justas aspiraciones a la grandeza y bienestar
nacional, por efecto de sus amistosas relaciones con la Santa Sede, o por
hallarse dispuestas a concluir con espíritu de mutua confianza, en las materias
que interesan a la Iglesia y al Estado, convenios adaptados a las nuevas
condiciones de los tiempos.
Antes bien, podemos afirmar con toda certeza, que los mismos Estados han
reportado notables ventajas de estos confiados acuerdos con la Iglesia; pues
todos saben, que no se opone dique más poderoso al desbordamiento del desorden
social, que la Iglesia, la cual siendo educadora excelsa de los pueblos, ha
sabido siempre unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con
el de la autoridad, las exigencias de la justicia con el bien de la paz.
Nada de esto ignoraba el Gobierno de la nueva República Española, pues
estaba bien enterado de las buenas disposiciones tanto Nuestras como del
Episcopado Español para secundar el mantenimiento del orden y de la
tranquilidad social.
Y con Nos y con el Episcopado estaba de acuerdo no solamente el clero
tanto secular como regular, sino también los católicos seglares, o sea, la gran
mayoría del pueblo español; el cual, no obstante las opiniones personales, no
obstante las provocaciones y vejámenes de los enemigos de la Iglesia, ha estado
lejos de actos de violencia y represalia, manteniéndose en la tranquila
sujeción al poder constituido, sin dar lugar a desórdenes, y mucho menos a
guerras civiles. Ni, a. otra causa alguna, fuera de esta disciplina y sujeción,
inspirada en las enseñanzas y en el espíritu católico, se podría en verdad
atribuir con mayor derecho, cuanto se ha. podido conservar de aquella paz e
tranquilidad públicas, que las turbulencias de los partidos y las pasiones de
los revolucionarios se han esforzado por perturbar, empujando a la Nación hacia
el abismo de la anarquía.
Por esto Nos ha causado profunda extrañeza y vivo pesar el saber que
algunos, como para justificar los inicuos procedimientos contra la Iglesia,
hayan aducido públicamente como razón la necesidad de defender la nueva
República.
Tan evidente aparece por lo dicho la inconsistencia del motivo aducido,
que da derecho a atribuir la persecución movida contra la Iglesia en España,
más que a incomprensión de la fe católica y de sus benéficas instituciones, al
odio que «contra el Señor y contra su Cristo» fomentan sectas subversivas de
todo orden religioso y social, como por desgracia vemos que sucede en Méjico y
en Rusia.
Pero, volviendo a la deplorable ley referente a las Confesiones y
Congregaciones religiosas, hemos visto con amargura de corazón, que en ella, ya
desde el principio, se declara abiertamente que el Estado no tiene religión
oficial, reafirmando así aquella separación del Estado y de la Iglesia, que
desgraciadamente había sido sancionada en la nueva Constitución Española.
No nos detenemos ahora a repetir aquí cuán gravísimo error sea afirmar
que es lícita y buena la separación en sí misma, especialmente en una Nación
que es católica en casi su totalidad. Para quien la penetra a fondo, la
separación no es más que una funesta consecuencia (como tantas veces lo hemos
declarado especialmente en la Encíclica « Quas primas ») del laicismo o sea de la apostasía de la sociedad moderna que
pretende alejarse de Dios y de la Iglesia. Mas si para cualquier pueblo es,
sobre impía, absurda la pretensión de querer excluir de la vida pública a Dios
Creador y próvido Gobernador de la misma sociedad, de un modo particular
repugna tal exclusión de Dios y de la Iglesia de la vida de la Nación Española,
en la cual la Iglesia tuvo siempre y merecidamente la parte más importante y
más benéficamente activa, en las leyes, en las escuelas y en todas las demás
instituciones privadas y públicas. Pues si tal atentado redunda en daño
irreparable de la conciencia cristiana del país, especialmente de la juventud a
la que se quiere educar sin religión, y de la familia, profanada en sus más
sagrados principios; no menor es el daño que recae sobre la misma autoridad
civil, la cual, perdido el apoyo que la recomienda y la sostiene en la
conciencia de los pueblos, es decir, faltando la persuasión de ser divinos su
origen, su dependencia y su sanción, llega a perder junto con su más grande
fuerza de obligación, el más alto título de acatamiento y respeto.
Que esos daños se sigan inevitablemente del régimen de separación lo
atestiguan no pocas de aquellas mismas naciones, que, después de haberlo
introducido en su legislación, comprendieron bien pronto la necesidad de
remediar el error, o bien modificando, al menos en su interpretación y
aplicación, las leyes persecutorias de la Iglesia, o bien procurando venir, a
pesar de la separación, a una pacífica coexistencia y cooperación con la
Iglesia.
Al contrario los nuevos legisladores españoles, no cuidándose de estas
lecciones de la historia, han adoptado una forma de separación hostil a la fe
que profesa la inmensa mayoría de los ciudadanos, separación tanto más penosa e
injusta, cuanto que se decreta en nombre de la libertad, y se la hace llegar
hasta la negación del derecho común y de aquella misma libertad, que se promete
y se asegura a todos indistintamente. De ese modo se ha querido sujetar a la
Iglesia y a sus ministros a medidas de excepción que tienden a ponerla a merced
del poder civil.
De hecho, en virtud de la Constitución y de las leyes posteriormente
emanadas, mientras todas las opiniones, aun las más erróneas, tienen amplio
campo para manifestarse, solo la religión católica, religión de la casi
totalidad de los ciudadanos, ve que se la vigila odiosamente en la enseñanza, y
que se ponen trabas a las escuelas y otras instituciones suyas, tan beneméritas
de la ciencia y de la cultura española. El mismo ejercicio del culto católico,
aun en sus más esenciales y tradicionales manifestaciones, no está exento de
limitaciones, como la asistencia religiosa en los institutos dependientes del
Estado; las procesiones religiosas, las cuales necesitarán autorización
especial gubernativa en cada caso; la misma administración de los
Sacramentos a los moribundos, y los funerales a los difuntos.
Más manifiesta es aún la contradicción en lo que mira a la propiedad. La
Constitución reconoce a todos los ciudadanos la legítima facultad de poseer, y,
como es propio de todas las legislaciones en países civilizados, garantiza y
tutela el ejercicio de tan importante derecho emanado de la misma naturaleza.
Pues aun en este punto se ha querido crear una excepción en daño de la Iglesia
Católica, despojándola con patente injusticia de todos sus bienes. No se ha
tomado en consideración la voluntad de los donantes, no se ha tenido en cuenta
el fin espiritual y santo al que estaban destinados esos bienes, ni se han
querido respetar en modo alguno, derechos antiquísimos y fundados sobre
indiscutibles títulos jurídicos. No solo dejan ya de ser reconocidos corno
libre propiedad de la Iglesia Católica todos los edificios, palacios
episcopales, casas rectorales, seminarios, monasterios, sino que son declarados,
—con palabras que encubren mal la naturaleza del despojo— « propiedad
pública nacional ». Más aún, mientras los edificios que
fueron siempre legítima propiedad de las diversas entidades eclesiásticas, los
deja la ley en uso a la Iglesia Católica y a sus ministros, a fin de que se
empleen, conforme a su destino, para el culto; se llega a establecer que
los tales edificios estarán sometidos a las tributaciones inherentes al uso
de los mismos, obligando así a la Iglesia Católica a pagar tributos por los
bienes que le han sido quitados violentamente. De este modo el poder civil se
ha preparado un arma para hacer imposible a la Iglesia Católica aun el uso
precario de sus bienes; porque, una vez despojada de todo, privada de todo
subsidio, coartada en todas sus actividades, ¿cómo podrá pagar los tributos que
se le impongan?
Ni se diga que la ley deja para el futuro a la Iglesia Católica una
cierta facultad de poseer, al menos a titulo de propiedad privada, porque aun
ese reconocimiento tan reducido, queda después casi anulado por el principio
inmediatamente enunciado que, tales bienes sólo podrá conservarlos en la
cuantía necesaria para el servicio religioso; con lo cual se obliga a la
Iglesia a someter al examen del poder civil sus necesidades para el cumplimiento
de su divina misión, y se erige el Estado laico en juez absoluto de cuanto se
necesita para las funciones meramente espirituales; y así bien puede temerse
que tal juicio estará en consonancia con el laicismo que intentan la ley y sus
autores.
Y la usurpación del Estado no se ha detenido en los inmuebles. También
los bienes muebles —catalogados con enumeración detalladísima, porque no
escapase nada— o sea aun los ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas,
telas y demás objetos de esta clase destinados expresa y permanentemente al
culto católico, a su esplendor, o a las necesidades relacionadas directamente
con él, han sido declarados propiedad pública nacional.
Y mientras se niega a la Iglesia el derecho de disponer libremente de lo
que es suyo, como legítimamente adquirido, o donado a ella por los piadosos
fieles, se atribuye al Estado y solo al Estado, el poder de disponer de ellos
para otros fines, sin limitación alguna de objetos sagrados, aun de aquellos
que por haber sido consagrados con rito especial están substraídos a todo uso
profano, y llegando hasta excluir toda obligación del Estado a dar, en tan
lamentable caso, compensación ninguna a la Iglesia.
Ni todo esto ha bastado para satisfacer a las tendencias anti-religiosas
de los actuales legisladores. Ni siquiera los templos han sido perdonados, los
templos, esplendor del arte, monumentos eximios de una historia gloriosa,
decoro y orgullo de la nación a través de los siglos; los templos, casa de Dios
y de oración, sobre los cuales siempre había gozado el pleno derecho de
propiedad la Iglesia Católica, la cual —magnífico título de particular
benemerencia— los había siempre conservado, embellecido, y adornado con amoroso
cuidado. Aun los templos —y de nuevo Nos hemos de lamentar de que no pocos
hayan sido presa de la criminal manía incendiaria— han sido declarados
propiedad de la Nación, y así expuestos a la ingerencia de las autoridades
civiles, que rigen hoy los públicos destinos sin respeto alguno al sentimiento
religioso del buen pueblo español.
Es, pues, bien triste la situación creada a la Iglesia Católica en
España.
El Clero ha sido ya privado de sus asignaciones con un acto totalmente
contrario a la índole generosa del caballeresco pueblo español, y con el cual
se viola un compromiso adquirido con pacto concordatario, y se vulnera aun la
más estricta justicia, porque el Estado, que había fijado las asignaciones, no
lo había hecho por concesión gratuita, sino a título de indemnización por
bienes usurpados a la Iglesia.
Ahora también a las Congregaciones Religiosas se las trata, con esta ley
nefasta, de un modo inhumano. Pues se arroja sobre ellas la injuriosa sospecha
de que puedan ejercer una actividad política peligrosa para la seguridad del
Estado, y con esto se estimulan las pasiones hostiles de la plebe a toda suerte
de denuncias y persecuciones: vía fácil y expedita para perseguirlas de nuevo
con odiosas vejaciones.
Se las sujeta a tantos y tales inventarios, registros e inspecciones,
que revisten formas molestas y opresivas de fiscalización y hasta, después de
haberlas privado del derecho de enseñar, y de ejercitar toda clase de
actividad, con que puedan honestamente sustentarse, se las somete a las leyes
tributarias, en la seguridad de que no podrán soportar el pago de los
impuestos: nueva manera solapada de hacerles imposible la existencia.
Mas con tales disposiciones se viene en verdad a herir, no solo a los
Religiosos, sino al pueblo mismo español, haciendo imposibles aquellas grandes
Obras de caridad y beneficencia en pro de los pobres, que han sido siempre
gloria magnífica de las Congregaciones Religiosas y de la España Católica.
Todavía sin embargo, en las penosas estrecheces a que se ve reducido en
España el Clero secular y regular, Nos conforta el pensamiento de que la
generosidad del pueblo español, aun en medio de la presente crisis económica,
sabrá reparar dignamente tan dolorosa situación, haciendo menos insoportable a
los Sacerdotes la verdadera pobreza que los agobia, a fin de que puedan con
renovados bríos proveer al Culto divino y al ministerio pastoral.
Pero con ser grande el dolor que tamaña injusticia Nos produce, Nos, y
con Nos Vosotros, Venerables Hermanos e Hijos dilectísimos, sentimos aún más
vivamente la ofensa hecha a la Divina Majestad.
¿No fue, por ventura, expresión de un ánimo profundamente hostil a la
Religión Católica el haber disuelto aquellas Ordenes Religiosas que hacen voto
de obediencia a una Autoridad diferente de la legítima del Estado?
Se quiso de este modo quitar del medio a la Compañía de Jesús, que bien
puede gloriarse de ser uno de los más firmes auxiliares de la Cátedra de Pedro,
con la esperanza acaso de poder después derribar, con menor dificultad y en
corto plazo, la fe y la moral cristianas del corazón de la Nación Española que
dio a la Iglesia la grande y gloriosa figura de Ignacio de Loyola. Pero con
esto se quiso herir de lleno —como lo declaramos ya en otra ocasión públicamente—
la misma Autoridad Suprema de la Iglesia Católica. No llegó la osadía, es
verdad, a nombrar explícitamente la persona del Romano Pontífice; pero de hecho
se definió extraña a la Nación Española la Autoridad del Vicario de Cristo;
como si la Autoridad del Romano Pontífice, que le fue conferida por el mismo
Jesucristo, pudiera decirse extraña a parte alguna del mundo; corno si el
reconocimiento de la autoridad divina de Jesucristo pudiera impedir o mermar el
reconocimiento de las legítimas autoridades humanas; o como si el poder
espiritual y sobrenatural estuviese en oposición con el del Estado, oposición
que solo puede subsistir por la malicia de quienes la desean y quieren, por
saber bien que, sin su Pastor, se descarriarían las ovejas y vendrían a ser más
fácilmente presa de los falsos pastores.
Mas si la ofensa que se quiso inferir a Nuestra Autoridad hirió
profundamente nuestro corazón paternal, ni por un instante Nos asaltó la duda
de que pudiese hacer vacilar lo más mínimo la tradicional devoción del pueblo
español a la Cátedra de Pedro. Todo lo contrario; como vienen enseñando siempre
hasta estos últimos años la experiencia y la historia, cuanto más buscan los
enemigos de la Iglesia alejar a los pueblos del Vicario de Cristo, tanto más
afectuosamente, por disposición providencial de Dios que sabe sacar bien del
mal, se adhieren ellos a él, proclamando que solo de él irradia la luz que
ilumina el camino entenebrecido con tantas perturbaciones y solo de él, como de
Cristo, se oyen « las palabras de vida eterna».
Pero no se dieron por satisfechos con haberse ensañado tanto en la
grande y benemérita Compañía de Jesús: ahora, con la reciente ley, han querido
asestar otro golpe gravísimo a todas las Ordenes y Congregaciones religiosas,
prohibiéndoles la enseñanza. Con ello se ha consumado una obra de deplorable
ingratitud y manifiesta injusticia. ¿Qué razón hay, en efecto, para quitar la
libertad, a todos concedida, de ejercer la enseñanza, a una clase benemérita de
ciudadanos, cuyo único crimen es el de haber abrazado una vida de renuncia y de
perfección? ¿Se dirá, tal vez, que el ser religioso, es decir, el haberlo
dejado y sacrificado todo, precisamente para dedicarse a la enseñanza y a la
educación de la juventud como a una misión de apostolado, constituye un título
de incapacidad para la misma enseñanza? Y sin embargo la experiencia demuestra
con cuánto cuidado y con cuánta competencia han cumplido siempre su deber los
religiosos, y cuán magníficos resultados, así en la instrucción del
entendimiento como en la educación del corazón, han coronado su paciente labor.
Lo prueba el número de hombres verdaderamente insignes en todos los campos de
las ciencias humanas y al mismo tiempo católicos ejemplares, que han salido de
las escuelas de los religiosos; lo demuestra el apogeo a que felizmente han
llegado tales escuelas en España, no menos que la consoladora afluencia de
alumnos que acuden a ellas. Lo confirma finalmente la confianza de que gozaban
para con los padres de familia, los cuales habiendo recibido de Dios el derecho
y el deber de educar a sus propios hijos, tienen también la sacrosanta libertad
de escoger a los que deben ayudarles eficazmente en su obra educativa.
Pero ni siquiera ha sido bastante este gravísimo acto contra las Ordenes
y Congregaciones .Religiosas. Han conculcado además indiscutibles derechos de
propiedad; han violado abiertamente la libre voluntad de los fundadores y
bienhechores, apoderándose de los edificios con el fin de crear escuelas
laicas, o sea escuelas sin Dios, precisamente allí donde la generosidad de los
donantes había dispuesto que se diera una educación netamente católica..
De todo esto aparece por desgracia demasiado claro el designio con que
se dictan tales disposiciones, que no es otro sino educar a las nuevas generaciones
no ya en la indiferencia religiosa, sino con un espíritu abiertamente
anticristiano, arrancar de las almas jóvenes los tradicionales sentimientos
católicos tan profundamente arraigados en el buen pueblo español y secularizar
así toda la enseñanza, inspirada hasta ahora en la religión y moral cristianas.
Frente a una ley tan lesiva de los derechos y libertades eclesiásticas,
derechos que debemos defender y conservar en toda su integridad, creemos ser
deber preciso de Nuestro Apostólico Ministerio reprobarla y condenarla. Por
consiguiente Nos protestamos solemnemente y con todas Nuestras fuerzas contra
la misma ley, declarando que esta no podrá nunca ser invocada contra los
derechos imprescriptibles de la Iglesia.
Y querernos aquí de nuevo afirmar Nuestra viva esperanza de que Nuestros
amados hijos de España, penetrados de la injusticia y del daño de tales
medidas, se valdrán de todos los medios legítimos que por derecho natural y por
disposiciones legales quedan a. su alcance, a fin de inducir a los mismos
legisladores a reformar disposiciones tan contrarias a los derechos de todo
ciudadano y tan hostiles a la Iglesia, sustituyéndolas con otras que sean
conciliables con la conciencia católica. Pero entre tanto Nos, con todo el.
ánimo y corazón de Padre y Pastor, exhortamos vivamente a los Obispos, a los
Sacerdotes y a todos los que en alguna manera intentan dedicarse a la educación
de la juventud, a promover más intensamente con todas las fuerzas y por todos
los medios, la enseñanza religiosa y la práctica de la vida, cristiana. Y esto
es tanto más necesario, cuanto que la nueva legislación española, con la
deletérea introducción del divorcio, osa profanar el santuario de la familia,
sembrando así —junto con la intentada disolución de la sociedad doméstica— los
gérmenes de las más dolorosas ruinas en la vida social.
Ante la amenaza de daños tan enormes, recomendamos de nuevo y vivamente
a todos los católicos de España, que, dejando a un lado lamentos y
recriminaciones, y subordinando al bien común de la patria y de la religión
todo otro ideal, se unan todos disciplinados para la defensa de la fe y para
alejar los peligros que amenazan a la misma sociedad civil.
De un modo especial invitamos a todos los fieles a que se unan en la
Acción Católica, tantas veces por Nos recomendada; la cual, aun sin constituir
un partido, más todavía, debiendo estar fuera y por encima de todos los
partidos políticos, servirá para formar la, conciencia de los católicos,
iluminándola y fortaleciéndola en la defensa de la fe contra toda clase de
insidias.
Y ahora, Venerables Hermanos y amadísimos Hijos, no acertaríamos a poner
mejor fin a, esta Nuestra carta, que repitiéndoos cuanto os hemos declarado
desde el principio; a saber, que más que en el auxilio de los hombres, hemos de
confiar en la indefectible asistencia prometida por Dios a su Iglesia y en la
inmensa bondad del Señor para con aquellos que le aman. Por esto, considerando
todo lo que ha sucedido, y apesadumbrados más que todo por las graves ofensas
inferidas a su Divina Majestad con las múltiples violaciones de sus sacrosantos
derechos y con tantas transgresiones de sus leyes, dirigimos al cielo férvidas
plegarias, demandando a Dios perdón por las ofensas contra El cometidas. El,
que todo lo puede, ilumine las inteligencias, enderece las voluntades y mueva
los corazones de los que gobiernan a mejores acuerdos. Con serena confianza
esperamos que la voz suplicante de tantos buenos hijos, sobre todo en este Año
Santo de la Redención, será benignamente acogida por la clemencia del, Padre
celestial; y con esta con-fianza, para obtener que descienda sobre vosotros,
Venerables Hermanos y amados Hijos, y sobre toda la Nación Española, que Nos es
tan querida, la abundancia de los favores celestiales, os damos con toda la
efusión de nuestra alma la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a S. Pedro, día 3 de Junio, del año 1933, duodécimo
de Nuestro Pontificado.
PlUS PP.
XI
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